La Princesa de Guatavita, Diosa del Agua

 

El cacique de Guatavita estaba desposado con una mujer tan bella como el sol y por sus venas corría sangre noble. La Princesa era preferida entre el harem que poseía el Señor de Guatavita a la que mimaba y vestía con rico ropaje y prendería. Era tan hermosa y seductora que cautivó a uno de sus reales vasallos, cuyos ojos no habían visto mujer más bella. A la vez la cacica quedó prendada del bizarro mancebo cuyos ardores del deseo se reflejaron en sus furtivas miradas.

El cacique de Guatavita complacía a su amada con frecuentes banquetes y libaciones con in-vitados prestantes de su Reino.

Una noche de aquellas bacanales, con música de caracoles y zampoñas, la princesa muy solícita se dedicó a agasajar a su marido con libaciones prolongadas, hasta que la embriaguez lo venció. Cuando ya todos estaban ebrios, el mancebo llevó en sus brazos a la bella cacica y la condujo al bohío donde velaban las armas guerreras. Sucedíase noche tras noche esta escena lujuriosa. Pasaron los días y el amor de la cacica con el guerrero se fue convirtiendo en pasión enfermiza, hasta llegar la delación de una anciana que veía con rabia el adulterio. Despertó a su amo y lo condujo hasta el acostumbrado sitio de los amores furtivos. El cacique sobrecogido, se cubrió los ojos para no seguir contemplando la escena desenfrenada. Al clarear el día mandó prender al enamorado y lo empaló; luego le arrancó el corazón, le cercenó el sexo y los hizo depositar en una urna ritual.

Nada supo la cacica de la suerte de su amado, mientras tanto el Cacique ultrajado en su honor, convocó a un nuevo festín a pocos días, muy temprano comenzó la música de fotutos y zampoñas; llegaron los caciques comarcanos trasportados en andas, luciendo ricas mantas y collares, acompañados de morenas chibchas con los pechos descubiertos. Seguío el cortejo de guerreros pintados con achiote y adornados con plumas y armados de finos dardos.

Alaridos cadenciosos rompieron el silencio mañanero; tinajas desbordadas de oloroso licor de maíz traían por doquier, una a una de las comisiones de invitados fueron entregando sus presentes al señor de Guatavita, quien de antemano había previsto la realización de la boda con todo esplendor y boato porque quería mostrar una vez más a sus invitados, su poder y riqueza. Cuando la noche cubrió con su manto, se dio comienzo a los festejos para supuestamente agasajar a la Cacica, su mujer. Caciques y capitanes tomaron asiento en el gran recinto que presidía la mesa el Señor de Guatavita y la Princesa, luciendo sus más ricas mantas, aderezos de oro y esmeraldas.

Se oyó la música de los trovadores y los cantos de la felonía del adulterio y la descripción del suplicio del mancebo. Acto seguido un guerrero fingiendo haber cazado un animal salvaje, le ofreció a la cacica el corazón, en medio de una algarabía de mofas y de risas. Se le presentó una nueva vianda que venía aderezada como delicado plato adornado con frutas y flores. Pronto la Cacica se percató que se trataba del miembro viril de su amado. En este momento palideció y su corazón palpitante le hizo enmudecer y sus manos temblaron cuando le correspondió alcanzar la áurea totuma con el etílico licor, que debía de ofrecer a su marido.

La Cacica atribulada aprovechó que las innumerables libaciones de chicha habían embargado los sentidos de su marido, de los jeques, caciques e indios principales y huyó con su pequeña hija, la que llevó entre sus brazos, guiada por Chía que brillaba esplendorosa en el firmamento. La Cacica y su pequeña hija fueron escalando la serranía por un camino de abrojos, malezas y pedruscos que fueron ultrajando las delicadas plantas de la soberana. La tierra se fue tiñendo con hilos de sangre que manaba. Ningún quejido salió de sus labios y apretando contra su pecho a su entrañable hija, afanosa arribó a la cumbre del cerro. El frío hizo tiritar a las prófugas, la Cacica hizo a un lado los bejucos de un curubo con sus flores rojas, y asomándose al abismo, vio proyectada en el espejo de la laguna, a Chía que la atraía, e invocando a su madre Bachué, se precipitó a encontrarse con ella.

En el palacio del señor de Guatavita continuaban los festejos, cuando llegó la noticia de la desgracia. El Cacique embrutecido por el efecto de la chicha, se despertó e hizo callar los tamborines y fotutos y procedieron a la búsqueda esa misma noche. Hachones iluminaban los contornos de la laguna y la multitud presenció la ablución del jeque muisca, quien habiendo buceado volvió con la razón que la Cacica se había desposado con el dragoncillo de la laguna y que era muy feliz en su nuevo destino. El sacerdote buceó una segunda vez y emergió con el cuerpecito de la infanta, cuyos ojos habían sido devorados por el dragón.

Entristecido el Cacique ordenó devolver el cadáver a las aguas, el que se hundió en las profundidades. Así, la princesa de Guatavita tan bella como infiel llegó al mundo de la leyenda. En el fondo azul de la laguna encontró un paraíso de cristal y allí comenzó su nueva vida entre prismas de luz, espejos de cinabrio y ambiente de hechizos y misterios.

Después del conjuro de los jeques, la Princesa de Guatavita solía aparecer sobre las ondas, como una divinidad fantasmal para pronosticar los sucesos. A la hora de la media noche se mostraba seductora y pálida, con su cabellera de ébano y su mirada lánguida, con sus caderas finas y sus vestiduras relucientes como la ninfa del agua. Desde entonces por los meses de Marzo y Junio centenares de peregrinos indígenas, durante muchos años se apretujaban sobre las laderas y colinas de la laguna, portando rústicos hachones, cuyas llamas se proyectaban sobre el espejo azul de las aguas de la sagrada laguna.

Tristes cantos de flauta de caña hendían los ámbitos, mientras el gran Cacique de Guatavita estaba sobre una balsa dorada, para luego iniciar la ablución y arrojar al agua las ofrendas.

De esta leyenda se desprende las creencias cosmogónicas, los ritos fetichistas, el cuento del “dorado” de las tribus del altiplano Cundiboyacense que consagraron a la Divinidad lacustre la joyería de sus tesoros encantados.